Resumen del libro
La
práctica de la inteligencia emocional
por
Daniel Goleman
Introducción
Tras la publicación de Inteligencia
Emocional, Daniel Goleman recibió una avalancha de cartas, invitaciones y
propuestas para explorar las implicaciones de la competencia emocional en el
mundo del trabajo. Su investigación había puesto en entredicho la excesiva
importancia que se solía dar al intelecto como factor
decisivo para evaluar a las personas y, por supuesto, como
criterio central para contratar, juzgar, promover y valorar a los trabajadores.
No fueron pocas las empresas y las personas que encontraron aquí una
constatación científica de lo que ya les habían sugerido sus propias
intuiciones y experiencias.
Desde hacía algunas décadas, en su país se venían realizando
algunos programas de formación para promover este tipo de habilidades
emocionales, pero eran esfuerzos aislados y poco rigurosos. Movido por estos
hechos, Goleman desarrolló durante dos años una investigación exhaustiva sobre
el papel que ocupa la inteligencia emocional en el funcionamiento óptimo de
individuos, equipos y organizaciones. Y si bien estas apreciaciones no resultan
novedosas, lo que sí es innovador es el extenso soporte empírico que las
sustenta, pues el autor recogió una multitud de estudios realizados durante
veinticinco años en cientos de empresas, los cuales permiten cuantificar con
asombrosa precisión el valor exacto de la inteligencia emocional para el éxito
profesional.
Actualmente, la oferta de profesionales con las capacidades
intelectuales y las destrezas técnicas que requiere el mercado es abundante,
gracias a la extensión de la educación superior, a la globalización de la
fuerza de trabajo, a la asistencia prestada por las nuevas tecnologías y a
otras tantas razones que explican el aumento y la homogeneidad en los niveles
de capacitación técnica e intelectual de los trabajadores. Así las cosas, lo
que marca la diferencia entre unos y otros, lo que hace que algunos sean
trabajadores “estrella” mientras que otros no pasan de ser empleados mediocres,
no hay que buscarlo tanto en su capacidad de razonamiento como en otras
destrezas personales, como la iniciativa, la empatía, la adaptabilidad, la
capacidad de persuasión y, en general, aquellas habilidades que configuran lo
que se ha dado en llamar “inteligencia emocional”.
© 2013 Leader Summaries. Resumen autorizado de: La práctica de
la inteligencia emocional, por Daniel Goleman, © 2006 Kairós.
Prevalencia de la
inteligencia emocional en el ámbito laboral
El taylorismo de
comienzos del siglo XX dio lugar a una escuela de racionalización del trabajo
que, inspirada en el funcionamiento de las máquinas, analizaba los movimientos
mecánicos más eficaces para maximizar el rendimiento de los trabajadores. Con
esta corriente de pensamiento vino aparejada la idea de que la excelencia
humana, aquello que hacía que unas personas se destacaran más que otras en la
vida y en el trabajo, había que buscarla en las capacidades de su mente. Y de
ahí surgieron los tests de coeficiente intelectual, con los que empresas,
universidades y otras instituciones comenzaron a seleccionar y evaluar a sus
miembros.
Sin embargo, según diversos estudios, como los que Robert
Sternberg menciona en su libro Inteligencia
exitosa, la correlación entre el coeficiente intelectual y el nivel de
eficacia de las personas en el desempeño de su trabajo no suele superar el 10%
y, en ocasiones, es incluso inferior al 4%. En otras palabras, la medida del
coeficiente intelectual se equivocará entre un 90% y un 95% de los casos cuando
intente predecir el éxito laboral de una persona.
En 1973, David McClelland, profesor de la Universidad de
Harvard, publicó un artículo titulado “
Pruebas para la
competencia antes que para la inteligencia” que significó una ruptura
radical con el planteamiento tradicional. Según McClelland, los rasgos que
diferencian a los trabajadores sobresalientes no había que buscarlos en las
aptitudes académicas tradicionales, sino en ciertos rasgos personales o en un
conjunto de hábitos que permiten un desempeño laboral más eficaz, como por
ejemplo la empatía, la autodisciplina y la iniciativa. Esta revolucionaria
propuesta está en el origen de los abundantes estudios realizados con cientos
de miles de trabajadores durante el último cuarto de siglo: con ellos se ha
constatado que la inteligencia emocional es el factor común a todas aquellas
aptitudes que sustentan el éxito.
Lo anterior no significa que haya que desestimar por
completo la importancia de las habilidades intelectuales, pues éstas
constituyen una competencia umbral, en la medida en que suelen ser condición necesaria para acceder a
ciertos campos académicos o profesionales. Lo que no se debe dar por hecho es
que sean la condición suficiente para
el éxito, pues una vez que se ha ingresado en una determinada área (y más si se
trata de una disciplina muy exigente en términos cognitivos) se va a competir
con el selecto y reducido círculo que ha logrado sortear todos los exámenes,
pruebas y requisitos para estar allí.
Por tanto, lo que diferenciará a unos y a otros y definirá a
los trabajadores “estrella” no será un par de puntos en el coeficiente
intelectual, sino el desarrollo de sus inteligencias emocionales. Generalmente
estas habilidades no se habrán evaluado y es posible que entre unos y otros
haya unas diferencias abismales, que serán las que expliquen desempeños tan
disímiles. Al fin y al cabo, hasta las personas más inteligentes se vuelven
estúpidas ante la presencia de emociones descontroladas.
Con la experiencia y con la pericia sucede algo semejante
que con las capacidades del intelecto: aunque para el éxito en un trabajo se
requiere una adecuada combinación de sentido común más conocimientos y
habilidades para completar las tareas que lo componen, la presencia de estos
factores no garantiza que una persona destaque sobre los demás. En síntesis,
pues, los trabajadores “estrella” tienen unos niveles notables de capacidad
intelectual, destreza técnica y experiencia más o menos elevados en función del
tipo de trabajo que desempeñen, pero estos elementos no explican por sí solos
sus excelentes desempeños.
Un análisis realizado sobre 181 modelos utilizados por
empresas y organizaciones de todo el mundo para evaluar la excelencia de sus
profesionales permitió establecer que el 67% de las habilidades que se asumen
como esenciales para el desempeño eficaz en el trabajo son de índole emocional,
con independencia de la naturaleza u orientación de las empresas. Además, esta
proporción es mayor cuando se asciende en el escalafón profesional, tal como
sugieren los estudios realizados por una organización de más de dos millones de
empleados y que dispone de una estimación detallada de las competencias que
requiere cada trabajo: el gobierno de los Estados Unidos. Cuanto más alto es el
nivel del trabajo que realizar, menor la importancia de la habilidades técnicas
o intelectuales y mayor la incidencia de competencias emocionales asociadas al
liderazgo.
Las repercusiones económicas de todo esto son latentes, como
puso de manifiesto un estudio liderado por John Hunter en el que se comparaba
el rendimiento de los trabajadores estrella (el 1% superior de la lista) con
los trabajadores que ocupan cargos medios. Cuando se trata de profesiones
complejas, como agentes de seguros, jefes de contabilidad, médicos y abogados,
el valor añadido de los “estrella” es del 127%. Un directivo estrella puede
multiplicar por millones los beneficios de una gran empresa, con la misma
facilidad con que un directivo mediocre la puede conducir al fracaso.
Clasificación de
las competencias emocionales
Nuestra inteligencia emocional
determina nuestra capacidad para aprender las habilidades emocionales
prácticas. Nuestra competencia emocional,
a su vez, determinará hasta qué punto hemos sabido trasladar ese potencial a
nuestro trabajo. Por eso, el que tengamos una inteligencia emocional elevada no
garantiza que logremos un alto desempeño: tan solo nos dice que tenemos la facilidad
de desarrollar las competencias que nos lo permitirán. Por ejemplo, una persona
puede ser muy empática pero no saber cómo tratar a los clientes o cómo
orquestar los esfuerzos de un equipo de trabajo.
La inteligencia emocional determina el modo en que nos
relacionamos con nosotros mismos, así como la forma en que nos relacionamos con
los demás. El primer caso se refiere a la competencia personal, y puede ser
subdividido en tres grandes grupos, a cada uno de los cuales le corresponden
una serie de competencias específicas. El segundo caso corresponde a la
competencia social e, igualmente, puede ser subdividido en dos dimensiones que
abarcan diferentes competencias puntuales. Bajo estos cinco grupos se reúnen
las veinticinco competencias emocionales, que se explicarán a continuación.
Para tener una actuación estelar no es necesario sobresalir
en todas, pues esto resultaría excesivamente complejo. Algunos estudios han
concluido que basta con destacar en al menos seis de ellas, que se hallen
dispersas en las cinco regiones, para alcanzar la masa crítica que el éxito
demanda. Por otra parte, las competencias que requiere una persona varían en
función del tipo de trabajo que desempeña, del cargo que ocupa en la empresa y
de la “ecología emocional” o el ambiente del lugar en que trabaja.
La competencia
personal
Este ámbito de la inteligencia emocional reúne doce
habilidades específicas relacionadas con el mundo del trabajo, que se pueden
clasificar en tres grandes grupos:
Conciencia
de uno mismo
• Conciencia
emocional
• Valoración
adecuada de uno mismo
• Confianza
en uno mismo
Autorregulación
• Autocontrol
• Confiabilidad
• Integridad
• Adaptabilidad
• Innovación
Motivación
• Logro
• Compromiso
• Iniciativa
• Optimismo
Conciencia
de uno mismo:
A nivel neurológico, la capacidad de escuchar y comprender
nuestras sensaciones viscerales se traduce en la habilidad para percibir los
impulsos de la amígdala, que almacena todos nuestros recuerdos emocionales. A
lo largo de nuestra vida, el cerebro va registrando los hechos emocionalmente
intensos, determinando de esta manera nuestras preferencias y valores. Cuando
nos enfrentamos a nuevas circunstancias, las reacciones y estímulos que tienen
lugar en su interior son coherentes con el registro de lo que nuestra mente ha
valorado de forma positiva o negativa y, por tanto, constituyen la mejor carta
de navegación para definir lo que nos conviene.
En este sentido, se ha llegado a afirmar que las decisiones
intuitivas constituyen auténticos análisis lógicos efectuados a un nivel
inconsciente. Cuanto mayor sea nuestro almacén de recuerdos, y mayor nuestra
capacidad para atender a las sensaciones viscerales mediante las cuales se
manifiestan, más desarrollado estará en nosotros lo que comúnmente se denomina
“sabiduría” o “sensatez”. Dicha facultad, que se asienta en la conciencia de
uno mismo, reúne tres competencias emocionales:
Conciencia emocional:
la capacidad para reconocer los efectos de nuestras emociones y el modo en
que afectan a todo lo que hacemos es una guía segura para desempeñarnos
adecuadamente en cualquier trabajo, pues nos permite estar ciertos de que
nuestras acciones y decisiones se ajustan a nuestros valores más íntimos. Para
ser sensibles al sonido subterráneo de los estados de ánimo requerimos una
pausa mental, que muy pocos se permiten, en la que logremos abrir la mente a la
sensibilidad más profunda y silenciosa. Así, quienes escuchan y atienden a su
sensación interna de lo que merece la pena, cuentan con una brújula invaluable
en la vida que les ahorra tiempo y les evita desgastes innecesarios.
Valoración adecuada
de uno mismo: un estudio comparativo de ejecutivos con alto y bajo
desempeño demostró que unos y otros tienen puntos débiles y cometen errores,
pero la principal diferencia radica en la capacidad para aprender de estos. Un
trabajador “estrella” no es alguien con habilidades ilimitadas, pero sí alguien
que conoce sus recursos y capacidades y es consciente de sus límites. En este
sentido, sabe cuándo debe mejorar y cuándo tiene que pedir apoyo.
En términos generales, y de acuerdo con las conclusiones de
otro estudio similar, cuando aparecen discrepancias de percepción, la forma en
que nos ven los demás constituye un predictor mucho más preciso de nuestro
desempeño profesional. Por eso, para valorarse y enmendar los errores conviene
apoyarse en los otros. Así lo hizo un profesor, después de que un estudiante se
decidiera a revelarle que un tic verbal le hacía cerrar cada frase que
pronunciaba con la coletilla “y demás”;
el profesor pidió a todos sus estudiantes que levantaran la mano cada vez que
él lo repitiera y así logró erradicar ese hábito de forma casi inmediata.
Confianza en uno
mismo: quienes poseen una sensación clara de su propio valor parecen exudar
carisma e inspirar seguridad en los que les rodean. Esta confianza no alude
tanto a nuestras capacidades, sino a lo que creemos que podemos hacer con
ellas, y consigue que los trabajadores desempeñen mejor sus tareas gracias a
que el juicio positivo sobre su capacidad de actuar les motiva y les permite
perseverar ante las adversidades.
Así como la confianza alienta e infunde esperanzas, la duda
en uno mismo arrasa con ellas. Una cualidad distintiva de esta competencia es
la posibilidad y el valor para saltarse las reglas y procedimientos usuales
cuando las circunstancias lo requieren, como demostró un estudio con más de 200
enfermeras que se vieron enfrentadas a situaciones de riesgo en un hospital
universitario.
Autorregulación:
Cuando la amígdala cerebral se ve activada por estímulos externos,
como en el caso de una situación complicada, emite una secreción hormonal que
determina nuestro comportamiento y que se traduce en una reacción pasional y
contundente para enfrentarse a ese trance. La amígdala es, pues, la responsable
de muchos de nuestros comportamientos irreflexivos y violentos cuando nos
gobiernan la cólera o el estrés.
Pero el cerebro humano, en su proceso de adaptarse a las
demandas de la evolución, ha encontrado que nuestra supervivencia depende en
gran medida de nuestra habilidad para convivir con otros: por eso ha
desarrollado un sistema adicional para contrarrestar estos impulsos y
permitirnos tener respuestas más equilibradas. Así, una de las funciones del
lóbulo prefrontal, que es donde tienen lugar los procesos que asociamos a
nuestra racionalidad, consiste en inhibir la impulsividad natural e irreflexiva
de la amígdala. Un estudio realizado con veteranos de la guerra de Vietnam que
habían sufrido lesiones en el lóbulo prefrontal demostró que estos eran seis
veces más violentos y agresivos que sus ex-compañeros ilesos.
Si los impulsos emocionales se desbordan sin control ni
contrapeso, los sistemas cerebrales dedicados a la memoria operativa y a la
atención se ven rebasados y pierden su efectividad. Por ello, las competencias
ligadas a la autorregulación, que permiten anticiparse a los problemas,
controlar los impulsos y los sentimientos conflictivos desde sus primeras
señales y hacer frente a los contratiempos, tienen enormes repercusiones en
nuestro desempeño laboral.
La autorregulación constituye el núcleo esencial de cinco
competencias emocionales fundamentales.
Autocontrol: un
estudio realizado con los policías de tránsito de Nueva York, y que buscaba
identificar las competencias primordiales que favorecen su desempeño, detectó
que los más destacados utilizan la mínima fuerza posible y son especialmente
diestros para aproximarse y controlar a las personas que se encuentran
alteradas, manteniéndose tranquilos a pesar de las provocaciones.
En general, esta habilidad para controlarse a sí mismo es
invisible, pues se manifiesta precisamente como la ausencia de explosiones
emocionales. En todo caso, es ella la que impide que algunos ejecutivos se
dejen arrastrar por el estrés y que los encargados de servicio al público
pierdan los estribos cuando tratan con personas enfadadas y agresivas. Al
parecer, el ejercicio diario de una técnica de relajación permite reajustar el
punto crítico que desata las señales de la amígdala, disminuyendo la
vulnerabilidad a la ansiedad así como la duración de los ataques emocionales.
Confiabilidad e
integridad: esta capacidad permite a las personas expresarse de forma
abierta, sincera y coherente, aun cuando se trate de manifestar sus propios
sentimientos. Y aunque se traduce en actos sutiles, las muestras cotidianas de
responsabilidad, puntualidad, precisión, autodisciplina y cumplimiento de las
obligaciones son las que hacen que las cosas y las empresas sigan funcionando.
Douglas Lennick destaca cómo algunas personas carecen de
esta habilidad y creen que pueden triunfar mediante el engaño, presionando a
los demás a comprar o a hacer cosas innecesarias, pero “si bien eso puede funcionar en periodos cortos, a largo plazo siempre
termina abocando al fracaso”. La confiabilidad que resulta de permitir que
los otros conozcan nuestros valores, intenciones y sentimientos, y de comportarnos
siempre de acuerdo con estos, rinde frutos perdurables.
Adaptabilidad: parece
existir una tendencia natural que nos lleva a sentir apego por las cosas que
conforman nuestra vida y, cuanto menos flexibles seamos ante el cambio, mayores
los temores y angustias que estos nos producirán. La vida de las personas y de
las empresas está siempre sometida a inevitables cambios y, para adaptarse a
ellos, se requiere una gran fortaleza emocional para sentirse cómodo con la
inseguridad y mantener la calma ante lo inesperado.
Si lo que está en peligro es la supervivencia de una
empresa, las competencias emocionales de sus directivos para actuar de forma
flexible, ajustarse a la nueva información, reaccionar y ceder, resultan
indispensables para salir adelante. Las organizaciones que quieren reinventarse
a sí mismas y evolucionar deben estar abiertas a cuestionar sus presupuestos,
sus perspectivas, sus estrategias y hasta su misma identidad.
Innovación: las
mentes innovadoras y creativas son capaces de identificar cuestiones clave y
simplificar problemas que parecen complicados, porque están dispuestas a
aceptar un espectro amplio de acciones y de impulsos y a materializar su
inspiración en un acto creativo. Sin embargo, para desarrollar adecuadamente
esta capacidad, se debe resolver de forma armónica una tensión esencial entre
el exceso de autocontrol (que refrena la espontaneidad) y su ausencia absoluta
(que impide materializar la creación).
La emergencia del acto creativo, asimismo, requiere el
concierto de múltiples competencias emocionales como la confianza, la
iniciativa, la perseverancia y la capacidad de persuasión, pues una de las
mayores dificultades para que las nuevas ideas prosperen radica en convencer a
los otros, superar las críticas y conseguir los apoyos necesarios.
Motivación:
Mihály Csikszentmihályi acuñó el concepto científico de flujo para definir ese estado “fuera del
tiempo” en el que nos encontramos completamente absortos en una actividad y
movilizamos todas nuestras habilidades, haciendo que lo difícil parezca fácil.
Para alcanzarlo se requiere una dosis moderada de ansiedad que, según este
psicólogo, haga que la actividad no sea tan sencilla como para resultar
aburrida, ni tan compleja como para paralizarnos.
Por otra parte, diversas investigaciones han confirmado las
teorías de la psicología positiva, según las cuales los alicientes más
poderosos para la acción humana siempre son internos, por muy importantes que
puedan resultar los incrementos salariales, los bonos o las gratificaciones. Un
estudio con 700 profesionales de unos 60 años de edad arrojó que, para ellos,
las mayores satisfacciones laborales estaban relacionadas con el aspecto
creativo de sus trabajos y las oportunidades de aprendizaje, seguidos por la
satisfacción del deber cumplido, las amistades forjadas y la oportunidad de
enseñar algo a otros.
Detrás de la habilidad de una persona para motivarse a sí
misma, fijándose retos, venciendo la apatía y canalizando la ansiedad para
convertirla en eustrés movilizante y
no en estrés paralizante, se encuentran cuatro competencias fundamentales:
Logro: en el
juego que consiste en lanzar un aro y encajarlo en un poste clavado en el
suelo, cada jugador decide la distancia desde la cual hará el lanzamiento y la
puntuación es mayor cuanto más lejos se coloque. Este sencillo juego ilustra
claramente el riesgo calculado que asumimos en la vida. Los que confían
excesivamente en sus capacidades suelen ubicarse demasiado lejos y fallan en la
mayoría de lanzamientos, mientras que los que se pasan de cautos suelen ponerse
demasiado cerca y, por más que acierten, reciben una puntuación muy baja.
Los experimentos llevados a cabo por McClelland sobre las
habilidades del éxito concluyeron que las personas sobresalientes saben
establecer de forma rutinaria la dificultad de sus objetivos en aras de
maximizar sus logros. En el juego del aro, estas personas se ubican en aquella
distancia donde su porcentaje de éxito gira alrededor del 50%.
Compromiso: la
esencia de esta competencia consiste en saber sintonizar los objetivos
personales con las metas de la empresa o colectivo al que se pertenece,
generando un vínculo emocional que lo lleve a uno a buscar las metas del grupo.
Quienes logran esta concordancia actúan como guijarros lanzados el agua, pues
generan ondas a su alrededor que afectan a la totalidad del colectivo.
Se trata de una habilidad que difícilmente florece cuando el
contexto no lo permite, pues si una persona se siente mal retribuida,
explotada, aislada o ignorada no va a desarrollar fidelidad, lealtad ni
compromiso. Por esto, a las empresas les conviene que sus miembros se sientan
residentes en lugar de transeúntes, que se consideren accionistas en lugar de
meros empleados.
Iniciativa: en
las personas que carecen de esta competencia es muy frecuente una sensación de
impotencia que les hace creer que sus esfuerzos serán inútiles. Por el
contrario, quienes destacan como trabajadores “estrella” piensan que su
voluntad puede determinar su futuro y esto les impulsa a abordar las
vicisitudes de la vida laboral y buscar continuamente oportunidades
provechosas. Así, estas personas actúan antes de que las circunstancias las
obliguen a hacerlo, pues saben prever y tomar medidas para evitar los problemas
o para anticiparse a sus competidores. En ciertos campos, como el consulting o la asesoría, el arte de
saber aprovechar las oportunidades resulta vital, pues allí no hay ingresos sin
iniciativa.
Optimismo: mientras
que un pesimista asume cada contratiempo como una confirmación fatal de su
propia e incorregible imperfección, un optimista es capaz de tomar distancia,
ver las causas y la naturaleza del problema y definir las circunstancias que él
mismo puede cambiar. El optimismo, pues, implica conocer los pasos que hay que
dar para alcanzar un determinado objetivo y disponer de la energía necesaria
para hacerlo.
Los estudios de Martin Seligman en la aseguradora MetLife
mostraron que los optimistas concertaban un 39% más de seguros que sus
compañeros más pesimistas y que esta cifra ascendía a 130% en el segundo año de
trabajo. Sin embargo, no se debe ignorar que esta cualidad está ligada a la
cultura, tal como mostró un estudio efectuado en varios continentes, según el
cual el optimismo es un predictor adecuado del desempeño sobresaliente en los
Estados Unidos, pero no en Asia ni en
Europa, donde muchas veces es percibido como una actitud
presuntuosa, individualista o arrogante.
La competencia
social
Este segundo ámbito de la inteligencia emocional se divide
en dos campos y agrupa trece habilidades clave para relacionarse con los otros.
Empatía
• Comprensión
de los demás
• Desarrollo
de los demás
• Orientación
hacia el servicio
• Aprovechamiento
de la diversidad
• Conciencia
política
Habilidades
sociales
• Influencia
• Comunicación
• Gestión
de los conflictos
• Liderazgo
• Catalización
del cambio
• Establecer
vínculos
• Colaboración
y cooperación
• Capacidades
de equipo
Empatía:
La habilidad para percibir lo que sienten y quieren los
otros, sin necesidad de que tengan que decirlo, tiene diferentes grados, que
van desde la capacidad de captar e interpretar en forma adecuada las emociones
ajenas hasta la destreza para responder a sus preocupaciones o sentimientos
ocultos. En todos los casos, el requisito previo de la empatía es la conciencia
de uno mismo, pues sólo quienes han sabido sintonizar con las señales de su
propio cuerpo pueden comprender las de los otros.
Robert Levenson demostró que la empatía tiene una
manifestación biológica, mediante un proceso de sincronización llamado entrainment, que hace que cuando las
personas interactúan, sus cuerpos y sus comportamientos se coordinen de forma
inconsciente: las posturas, movimientos, pausas, tonos de voz y gestos faciales
se van ajustando para que cada uno pueda habitar en el espacio emocional del
otro. En sus pruebas con parejas, por ejemplo, Levenson logró demostrar la
forma en que el ritmo cardíaco de uno aumenta o disminuye cuando el del otro
también lo hace.
Aunque algunas formas de empatía se den de forma automática,
la destreza en este campo requiere ejercicio: hay evidencia de que los animales
y las personas que han crecido en condiciones de aislamiento social extremo
enfrentan dificultades enormes para captar las señales emocionales de quienes
les rodean.
Ver la realidad desde el punto de vista de los demás es
especialmente importante en los ámbitos en los que la otra persona tiene
razones para querer ocultar sus sentimientos, como ocurre en el mundo de los
negocios. Los vendedores “estrella” son capaces de contemplar la situación
desde la perspectiva de los clientes y saben cómo orientarlos a alcanzar sus
propias metas.
Las competencias laborales que dependen de la empatía son
cinco:
Comprensión de los
demás: esta manifestación de la empatía se manifiesta, por ejemplo, en la
escucha activa. Esta consiste en ir más allá de lo que uno oye hasta estar
seguro de haberlo comprendido, para así percibir los sentimientos y puntos de vista
del otro y estar en condiciones de ofrecer una ayuda efectiva.
Según un estudio efectuado en Estados Unidos, los médicos
que menos escuchan son los que más demandas judiciales reciben. Por el
contrario, se identificó a un grupo de médicos de urgencias que se tomaban la
molestia de charlar con sus pacientes y los alentaban a hablar, e incluso se
atrevían a bromear con ellos: ninguno de estos facultativos había recibido
demanda alguna por negligencia. Así sucede también en otros campos, como el
marketing y la publicidad, en donde la comprensión del otro permite prever las
necesidades de los consumidores.
Desarrollo de los
demás: un buen tutor muestra un interés auténtico por el otro, despierta
confianza y comprende a las personas a las que orienta. Asimismo, sabe
proporcionar retroalimentación de la forma adecuada, ofreciendo un reporte
detallado y respetuoso de lo que está mal junto con una expectativa positiva de
las posibilidades de mejorar. En muchos casos, las personas suelen callar sus
comentarios frente a otros para evitar herirlos, pero está demostrado que las
personas que no reciben ningún tipo de feedback
experimentan un golpe tan fuerte como las personas que han sido criticadas.
Según Harry Levinson, los verdaderos líderes de las
organizaciones actúan como maestros que infunden a sus colaboradores la
sensación de ser cada vez más competentes. Quienes confían en las personas y
abren espacios para que ellas mismas se fijen metas de desempeño activan el
“efecto Pigmalión”, según el cual una esperanza positiva puede terminar
convirtiéndose en una profecía autocumplida.
Orientación hacia el
servicio: los vendedores sobresalientes tratan de empatizar con sus
clientes desde el inicio de la relación, comprendiendo su punto de vista e
intentando sintonizar con sus necesidades. En palabras de Stephane, propietaria
y administradora de una boutique de ropa en St. Bars: “Mi negocio consiste, fundamentalmente, en lograr que las personas se
sientan a gusto, que todo el mundo se sienta cómodo aquí”. En consecuencia,
cuando ella cree que a un cliente no le sienta bien una prenda, no tiene
inconveniente en decírselo y en explicarle por qué, sacrificando así una
posible venta. El hecho de que la venta no sea el único objetivo de la relación
le ha permitido consolidar unas relaciones comerciales profundas y de largo
alcance.
Aprovechamiento de la
diversidad: los estereotipos de grupo tienen un efecto emocional negativo
sobre el rendimiento de las personas implicadas, como evidenció la
investigación de Claude Steele en Stanford. Sus experimentos con grupos
oprimidos detectaron que al estar bajo la presión de un estereotipo, incluso
cuando este no es expreso sino tácito, las personas se sienten intimidadas,
aumenta su ansiedad y disminuye su rendimiento: una situación que en el mundo
laboral resulta muy destructiva.
La Harvard Business School se rige actualmente por una
consigna según la cual “el éxito se
alcanza apoyándonos en quienes son diferentes a nosotros”, pues han
encontrado que las personas diferentes aportan perspectivas novedosas sobre
cómo llevar a cabo un trabajo y alcanzar los objetivos deseados. Esto genera,
sin embargo, el reto emocional de estar a gusto con personas diferentes,
empatizar con grupos o culturas que no resultan familiares y evitar la
distorsión emocional producida por los estereotipos.
Conciencia política: a
quienes lideran o coordinan una organización, no les basta con una comprensión
adecuada de su estructura formal; deben ser capaces de comprender la estructura
informal y los centros de poder tácitos que siempre están presentes. De lo
contrario, su capacidad de influir en los demás se verá seriamente limitada. La
habilidad para cobrar conciencia de las corrientes sociales y políticas que
subyacen a una estructura se manifiesta de diversas formas: advertir con
facilidad las relaciones clave del poder, percibir claramente las redes
sociales más importantes, comprender las fuerzas que modelan el punto de vista
y las acciones de los consumidores, los clientes y los competidores, e
interpretar adecuadamente tanto la realidad externa como la realidad interna de
una organización.
Habilidades
sociales:
Para cierta investigación se organizaron grupos de tres
personas que no se conocían, y tras sentarlas en círculo durante un par de
minutos, se logró percibir que el estado anímico de la persona más expresiva
(ya fuera alegría, aburrimiento o enojo) contagiaba rápidamente a sus dos
compañeros. En experimentos ulteriores se ha encontrado que los sentimientos
positivos se difunden más fácilmente que los negativos y que, en particular, la
sonrisa es la más contagiosa de las señales emocionales, con un poder casi
irresistible para despertarla en los otros. En efecto: los estados de ánimo son
contagiosos y todos tenemos la capacidad de influir en las emociones de los
demás. Pero para lograrlo debemos ser capaces de comprender y aprovechar las
corrientes emocionales implícitas.
La influencia del colectivo en el individuo es mucho mayor
de lo que se piensa. Al fin y al cabo, nuestra supervivencia como especie no
hubiera sido posible si no se hubieran dado formas de cooperación y de trabajo
en grupo. Según numerosas investigaciones, los más aptos en la lucha evolutiva
no eran los más fuertes, sino los de mayor inteligencia social. Así, la
naturaleza fue seleccionando los rasgos cerebrales más útiles para la vida en
grupo, como lo sugiere el hecho de que en los primates el tamaño del neocórtex
(también conocido como el “cerebro pensante”) guarde relación con el tamaño del
grupo.
En esta misma línea, varios estudios sostienen que la
inteligencia colectiva es mayor que la suma de todas las inteligencias, en
función de lo bien o mal que trabaje el equipo. Ejemplo de ello lo ofrece un
ejercicio de memoria colectiva, en el que la capacidad de recordar un relato
aumentaba exponencialmente a medida que se incrementaba el número de personas
que intentaban rememorarlo.
Las habilidades sociales para movilizar adecuadamente las
emociones de los demás son fundamentales en varias competencias:
Influencia: para
que esta capacidad de despertar ciertas emociones en los demás y persuadirlos a
realizar algún tipo de acción exista, se requiere, por lo general, el
establecimiento de vínculos emocionales con la otra persona, unos vínculos
capaces de captar su atención y generar una identificación. Cierto vendedor
afirmaba que lo primero que hacía cuando iba a visitar a un cliente era echar
un vistazo a su oficina “para poder
descubrir algo que le interese y sirva para entablar un diálogo”. Otro
comentaba que cuando debía visitar a alguien que vestía tejanos y camisa de
franela, jamás se le ocurría llevar traje. En términos generales, las
estrategias de persuasión más eficaces son las indirectas, aquellas en las que
la mano del artífice resulta casi invisible. Como afirmó Paul McNutt, “nada resulta más eficaz para conseguir
defensores de una idea que involucrar a las personas en algunos de los pasos
del proceso”.
Comunicación: en
Estados Unidos, dos de cada tres trabajadores consideran la escasa comunicación
con sus jefes como una de las causas que les impide desempeñar mejor su
trabajo. La apertura de canales de comunicación es una competencia esencial
para el desarrollo exitoso de los negocios. Para ello es imprescindible saber
escuchar y mantener la calma, pues cuando una persona esta sumida en un estado
anímico muy intenso incurrirá en el “estado de ausencia” que describe el
sociólogo Irving Hoffman, que consiste en seguir mecánicamente las
conversaciones o acciones mientras la mente se mantiene distraída en otra cosa.
Un estudio realizado con directivos medios y superiores
encontró un factor común entre los más comunicativos de ellos: la capacidad de
adoptar una actitud serena y sosegada, independientemente del estado anímico en
que se encontraran. El autocontrol permite que la comunicación fluya y que las
personas respondan con precisión a los problemas que se presentan.
Gestión de los
conflictos: una encuesta realizada en grandes almacenes y en sus pequeños
proveedores sacó a la luz que cuando la resolución de conflictos giraba en
torno a las amenazas y las exigencias, las relaciones comerciales eran mucho
menos duraderas.
Un buen negociador sabe percibir y conceder fácilmente
los puntos que más importan a la otra parte, al tiempo que despacha hábilmente
los que tienen una baja carga emocional. Para esto, debe comprender que en una
negociación está en juego un problema mutuo y que por ello se trata de un
proceso cooperativo y no competitivo, en el que la adecuada comprensión del
otro adquiere una relevancia central. En palabras de Robert Freedman, este
proceso “es algo fundamentalmente
psicológico. Los acuerdos son emocionales y lo que importa no es tanto lo que
dicen las palabras como lo que piensan y sienten las partes implicadas”.
Liderazgo: una
investigación realizada en AT&T descubrió que, por lo general, los jefes
que ascendían en las grandes empresas combinaban el autocontrol con la
capacidad de ser severos cuando la ocasión lo requería. El liderazgo exige una
gran habilidad para conectar con las sutiles corrientes emocionales que mueven
a los grupos, sin adoptar para ello una posición débil. Como comentó alguien
cercano a Gerald Grinstein, el hombre que salvó a Western Airlines de una
inminente quiebra gracias a un despliegue inaudito de empatía, “uno puede ser rudo sin necesidad de ser un
bastardo”.
Adicionalmente, el liderazgo implica activar la imaginación
y motivar a los demás para que avancen en la dirección deseada. Una de las
manifestaciones de esta competencia la constituye el carisma, que es un patrimonio de quienes tienen claras sus propias
emociones, son capaces de expresarlas de un modo convincente y tienden a ser
emisores, más que receptores de emociones. En general, el liderazgo no consiste
tanto en cambiar las cosas como en la forma en que una persona logra generar
esos cambios.
Catalización del
cambio: en una época en que las empresas están continuamente remodelándose,
escindiéndose, fusionándose, eliminando jerarquías y siendo cada vez más
globales, la capacidad de los directivos de catalizar adecuadamente los cambios
resultan esenciales. Y la forma más efectiva de hacerlo no consiste en apelar a
retribuciones y ascensos para movilizar a los empleados, sino en promover la
transformación profunda acudiendo a las emociones y alentando la sensación de
valor y de sentido de cada persona. Para catalizar los cambios de una
organización, pues, no se requiere necesariamente ser innovador; basta con
tener la habilidad de reconocer el valor de las propuestas e ideas novedosas
junto al valor y la confianza para apoyarlas.
Establecer vínculos: algunos
estudios estiman que por cada hora que un trabajador “estrella” invierte en
resolver determinado problema, una persona promedio que no ha sabido configurar
redes de apoyo requerirá entre tres y cinco. En un mundo tan fluido como el
actual, las redes de contacto constituyen un tipo de capital personal. El éxito
profesional ya no depende de para quién se ha trabajado, sino de con quiénes se
sigue manteniendo contacto; un contacto que no tiene que ver tanto con la
proximidad física como con la proximidad psicológica. Las personas más hábiles
para establecer este tipo de vínculos logran combinar su vida privada con su
agenda profesional, sin que ello suponga mezclar ambas.
Colaboración y
cooperación: en las condiciones de presión extrema que llegan a enfrentar
muchas organizaciones, lo que hace que su unidad se mantenga y salgan adelante
son los vínculos emocionales entre sus miembros. Se ha logrado determinar que
los grupos de personas que se divierten juntas cuentan con un capital emocional
muy alto que no sólo les permite maximizar el provecho de una bonanza, sino
también enfrentar adecuadamente las dificultades.
En todos los trabajos se dan continuamente relaciones duales
entre compañeros o entre subalternos y directivos, capaces de despertar un
componente emocional semejante a los placeres, celos y rivalidades que existen
entre los hermanos. La habilidad de los integrantes de una empresa para
cosechar relaciones provechosas que se rijan por la cooperación resulta
determinante a la hora de estimar el desempeño colectivo.
Capacidades de
equipo: el director de un equipo de ingenieros de software en Silicon
Valley explicaba que todos sus colaboradores podrían, con una simple llamada
telefónica, conseguir un empleo semejante en el que ganaran 20.000 dólares más
al año. Luego explicaba que no lo hacían porque él mismo procuraba siempre que
todos se divirtieran. Detrás de sus palabras se esconde el núcleo de la
consolidación y del liderazgo de los equipos.
Los mejores jefes de equipo no son el cerebro central y
omnisapiente, sino legítimos constructores de consenso, que logran construir
una visión movilizadora haciendo que todo el mundo comparta unos objetivos y un
programa de trabajo. Estos líderes desempeñan un rol semejante al de un padre
de familia, cuidando a todos los integrantes de su equipo, defendiéndolos ante
otros, motivándolos continuamente y ofreciéndoles los apoyos que requieren.
La competencia
emocional se aprende
¡Aquí vienen las buenas noticias! Todas las competencias en
el mundo laboral son hábitos aprendidos y, por ende, si tenemos alguna carencia
en uno u otro sentido siempre podremos aprender a hacer mejor las cosas. La
inteligencia emocional no sólo puede, sino que tiende a mejorar a lo largo de
la vida y en cierta manera, aquello que llamamos “madurez” no es otra cosa que
su desarrollo.
Adicionalmente, según han mostrado múltiples y exitosos
procesos de formación, su desarrollo se puede promover y fomentar si se cuenta
con la adecuada tutoría. A diferencia de lo que suele suceder con las
habilidades intelectuales, cuando se trata de competencias emociones la mejor
forma de aprendizaje no consiste en comprenderlas, sino en saber llevarlas a la
práctica. A fuerza de repetir acciones podemos cambiar los hábitos
disfuncionales por otros más eficaces y adecuados.
El hecho de que la inteligencia emocional se pueda
desarrollar ha suscitado un auge excepcional de cursos que pretenden facilitar
su desarrollo. Son muchísimas las empresas que anualmente invierten sumas
millonarias en la formación emocional de sus empleados. Sin embargo, estos
programas no suelen tener ningún tipo de evaluación y cuando se les ha sometido
a un seguimiento juicioso ha quedado en evidencia que muchas veces son inútiles
y que, en ocasiones, producen efectos contrarios a los que persiguen.
Al margen de la inmensa cantidad de formaciones
infructuosas, se han llegado a identificar varios modelos de formación con
excelentes resultados y de los cuales es posible extraer unas líneas
directrices prácticas, científicamente fundamentadas, para evitar que se pierda
tiempo y dinero en este tipo de esfuerzos.
El programa ideal de formación emocional es aquel que se
diseña a la medida de las necesidades de la organización y de los sujetos que
lo recibirán. Para ello debe iniciarse con un diagnóstico previo de las
competencias más importantes que se requieren para el trabajo que desempeñan
los participantes, del nivel de desarrollo en que se encuentra cada uno de
ellos respecto a las mismas y de la predisposición con la que llega cada uno al
proceso. En función de esto, se diseñan actividades de formación a la medida de
cada persona, pues de nada sirve que alguien sea entrenado en algo que ya hace
bien y nada se saca invirtiendo en la formación de una persona que no tiene
interés alguno en aprender.
Una vez iniciado, lo ideal es que el proceso de formación
promueva la autogestión, para que cada participante vaya fijando sus propios
objetivos. El tutor, a su vez, deberá procurar que esas metas estén bien
definidas, sean alcanzables y se puedan descomponer en pasos concretos fáciles
de alcanzar, pues sólo la práctica continua y reiterada conduce a la
incorporación de las destrezas emocionales. En general, el tutor tendrá la
función central de alentar el desarrollo y debe encargarse de proporcionar y de
promover permanentemente feedback sobre
el desempeño de cada participante, haciéndolo siempre de forma respetuosa.
Por último, estos procesos deben estructurarse adecuadamente
para que la organización que los implemente estimule y apoye los cambios
individuales, para que sus miembros y directivos actúen de forma coherente con
lo que se está predicando, para prevenir las eventuales recaídas de los
trabajadores y para evaluar los efectos del proceso y dejar de malgastar tiempo
y dinero cuando las cosas se están haciendo de forma inadecuada.
Conclusión
Si usted trabaja en una empresa grande o ha presentado su
candidatura para solicitar un empleo, es muy posible que (sin haberlo notado)
haya sido evaluado en función de sus competencias emocionales. Si usted ocupa
un cargo directivo o tiene gente a su cargo, ha de saber que este tipo de
habilidades tiene efectos muy positivos en la eficacia y productividad, y debe
plantearse la forma en que las está promoviendo o las está desalentando. Si
usted, finalmente, trabaja por su cuenta o pertenece a una pequeña empresa, ha
de saber que las habilidades emocionales determinan su rendimiento y que el
éxito de su carrera está profundamente ligado a ellas.
En cualquier caso, sea cual sea su situación con respecto al
trabajo, la inteligencia para conectar con sus emociones y con las de las demás
personas le permitirá alcanzar cotas mucho más altas de excelencia.
fin del resumen
Daniel Goleman es
autor de los bestsellers Inteligencia
Emocional e Inteligencia Social. Es psicólogo, periodista y fue profesor de
psicología en la Universidad de Harvard. Ha sido premiado por sus artículos en
la revista Time y en el New York Times, donde ha dirigido la sección dedicada
al comportamiento y la neurociencia.
Ficha técnica
Editorial:
Kairós
Fecha de publicación: 22/06/2006 ISBN: 978847245407
Buenas tardes
ResponderBorrarComo ustedes lo vieron en los talleres, Daniel Goleman es uno de los estudiosos de las emociones y su influencia en el comportamiento humano, es un resumen general que denota la importancia e influencia de la inteligencia emocional en nuestras relaciones tanto personales como laborales.
Que opinan del articulo
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